La importancia de la idea
Rafael Moneo concilia la indagación teórica con una obra de amplia proyección internacional
Hay en Rafael Moneo un vínculo estrecho entre su manera de desenvolverse en el mundo y su arquitectura. Hombre menudo, discreto y reposado, se sobrepone a una aparente timidez cuando se ve en la obligación de arropar en público su trabajo sin recurrir a las floridas elucubraciones con la que tantos de sus colegas visten la inanidad. Mantiene la claridad conceptual propia de quien, por inquietud personal y por tarea profesoral, ha desarrollado una tarea intensa de indagación teórica y, acorde con esa preocupación, siempre ha defendido la importancia de la idea como materia primigenia de todo proyecto. Con esa continuidad natural entre el hombre y su trabajo, la obra de Moneo está marcada por el sosiego reflexivo, la definición rigurosa, la discreción de lo que se impone por su propio valor sin recurrir a ninguno de los tentadores artificios con los que tantas construcciones contemporáneas reclaman ser protagonistas de su tiempo.
La singularidad de Moneo reside en que ese apego al trabajo riguroso, que desarrolla en una escala controlable, sin un estudio convertido en factoría que autofagocita al autor, no le ha impedido convertirse en uno de esos arquitectos globales que constituyen la élite de su profesión. Y ese logro encierra la lección de que también es posible triunfar sin necesidad de transformarse en estrella, sin distanciarse de las convicciones personales ni sucumbir a todas esas renuncias que algunas figuras de la arquitectura aceptan como peaje inevitable.
Admirador de Aldo Rossi y Robert Venturi, hay una conexión con ambos en esa depuración de líneas, en la forma de actualizar la base clásica de la disciplina que a veces confiere a sus construcciones un aire de engañosa simplicidad. Su comprensión y respeto del entorno hacen de Moneo un buen aliado para las intervenciones en contextos históricos delicados, como fue la ampliación del Museo del Prado.
Pero Moneo es también, en el caso de Oviedo, el nombre de una oportunidad perdida. A comienzos de la década de los noventa del siglo pasado estaba llamado a ser el arquitecto del auditorio de Oviedo, un proyecto sempiterno por efecto de los desacuerdos entre administraciones. Sobre el terreno, Moneo estudió posibles emplazamientos, abriéndose una disyuntiva entre el suelo entonces ocupado por el matadero municipal -ahora el centro comercial Los Prados- y el lugar sobre el que hoy se levanta el Auditorio, en el que se alzaba el depósito de agua de Pérez de la Sala. La protección de esta construcción, el primer gran depósito de Oviedo, hizo inviable la intervención del arquitecto, que había mostrado su predilección por esta ubicación. Su renuncia, sin estridencia alguna, condenó al Auditorio a una nueva espera, solventada años después con una de las muestras más pedestres de la arquitectura del gabinismo y uno de los hitos constructivos de un tiempo coronado con el artefacto fallido de Calatrava, llamado a convertirse en una ruina temprana. Un edificio, el de Buenavista, que materializa todo lo opuesto al estilo y concepto de arquitectura de Moneo.
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