Los nuevos héroes trágicos
Los militares y bomberos que contuvieron la catástrofe de la planta nuclear japonesa frente a la fuerza del destino
Los «héroes de Fukushima», sin pretenderlo, sólo por el hecho de haber estado donde se les requería, han entrado a formar parte de ese elenco de elegidos por la historia de Japón que envuelve a quienes se acogen a un destino doloroso. Héroes trágicos, muchas veces bendecidos por la admirable nobleza del fracaso; otras, expuestos al peligro por sus propias convicciones y a un tris de rozar la gloria.
La nómina de héroes nipones, desde Yorozu, «el escudo del emperador», aquel guerrero del siglo VI que pensaba sin descanso en la muerte, hasta Saigo Takamori, «el último samurái», o los pilotos kamikaze, se inspira en el budismo y esa profunda consciencia de la fugacidad de la vida y el ciclo eterno de la muerte y el renacer. El fatalismo ante una sensación de peligro constante, debido a una historia trágicamente asociada a los desastres naturales, halla su bálsamo en la religión nativa más antigua, el Shinto o Camino de los Dioses, regida por deidades que sólo piden e imponen respeto, ofrendas y sacrificios, para mantener calmadas o apaciguar a las enfurecidas fuerzas de la naturaleza.
Pero no es sólo la religión, como ha dicho Toyohiko Tomioka, capitán del Cuerpo de Bomberos de Tokio, uno de los «héroes de Fukushima», sino las firmes convicciones ante una situación crítica, la disciplina, la generosidad y la determinación para dar el paso al frente. De una manera cívica y responsable, desmarcándose de ese fatalismo divino que empuja las catástrofes y que llevó a muchas personas en Hiroshima y en Nagasaki a creer que la bomba atómica era producto de un castigo de los dioses enfadados.
Pero sí manteniendo vivo ese espíritu de lucha contra la adversidad, el sufrimiento y la muerte, y, al mismo tiempo, esa imagen tan japonesa de la fugacidad: la evanescente dispersión de la frágil flor de los cerezos, como recuerda Ivan Morris, el prestigioso orientalista amigo y traductor de Yukio Mishima, el escritor que con su suicidio quiso colocarse en la órbita de los héroes trágicos. Un piloto de la Unidad de las Siete Vidas, que murió en febrero de 1945 a la edad de 22 años, escribió un haiku que por décadas se ha considerado un prodigio debido a la belleza alusiva de sus palabras: «¡Si por lo menos pudiéramos caer / Como flores de cerezo en primavera / Tan puras y radiantes!».
El estoicismo, exigible a todo japonés que se respete, ha formado parte del giri, un concepto moral que define la dignidad personal y el deber social. «La mujer no debe gritar durante el parto, y el hombre tiene que sobreponerse al dolor y al peligro. Cuando las aguas inundan torrencialmente una aldea, sus habitantes recogen las pertenencias y buscan tierras más altas. No hay gritos, ni carreras alocadas, ni pánico. Cuando llegan los vientos y las lluvias equinocciales con fuerza huracanada, se observa un autocontrol similar. Ese comportamiento es parte del respeto que una persona tiene hacia sí misma en el Japón, aunque sepa que no va a sobrevivir».
En la guerra, como recordó Ruth Benedict, la antropóloga autora de El crisantemo y la espada, la actitud de los samuráis era lo más parecido a la de aquel soldado de la Grande Armée al que Napoleón le preguntó: «¿Herido?». Y respondió: «No, señor; estoy muerto».
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