Respetos al gran susurrador
Leonard Cohen recibe un vibrante homenaje en el Jovellanos, donde Nacho Vegas le advierte de que «cuidado con saludar a los que mataron a Lorca»
Afirman algunos biógrafos que Leonard Cohen toma cuanta distancia puede del mundo encorsetado de las obligaciones sociales. No es extraño en un artista con tendencia a la depresión, en el que se funden y confunden el existencialista enamorado, el beatnik vagabundo del Dharma, el hippy insatisfecho o el monje budista que escucha el silencio. Es difícil, por tanto, saber cómo se siente el autor de «Los hermosos vencidos» en estos días otoñales y alfombrados en los que recibe el premio «Príncipe de Asturias» de las Letras. Más si recordamos que en 1968, aquel año en el que las cosas cambiarían para siempre, se permitió rechazar el premio «Gobernador de Canadá», el galardón que le consagraba como el gran escritor que ya era antes de convertirse en el trovador de fama ecuménica, en el tipo de la gabardina azul (una Burberry con charreteras) que ha escrito y cantado algunos de los himnos íntimos (de «Suzanne» a «Hallelujah») de las tres últimas generaciones.
Pero si hacemos caso a la elegante y calibrada gestualidad que prodigó ayer en el gijonés teatro Jovellanos, cobijado en la altura dorada del llamado «palco del piano», Leonard Cohen parece disfrutar de este nuevo reconocimiento en un país al que le une, entre otras cosas, su amor por Federico García Lorca. Y, septuagenario sabio (nació en 1934), sabe además corresponder a la mucha devoción que le otorga el público. En su sonrisa de gato que ha visto muchas lunas y todas las noches hay agradecimiento, un punto de complicidad. Él era el homenajeado y, sin embargo, no le faltó la humildad del monje al corresponder a sus seguidores.
No cantó y ni siquiera dirigió unas palabras al público, que llenó el teatro y se puso varias veces en pie para aplaudir a un artista que lleva cuarenta y cinco años encandilando con sus canciones. Y eso que debutó como cantante (tenía ya seis libros publicados) pasada la treintena. Hubo crítico que le tachó entonces de viejo pesado. Es seguro que el homenaje de ayer en el Jovellanos hubiera sido del gusto de sus antepasados, rabinos y talmudistas que se asentaron en Montreal deseosos de cumplir con sus tradiciones, prosperar en los negocios y alcanzar cierta dignidad social». Así que seguro les hubiera gustado ver a su descendiente acompañado por el embajador de Estados Unidos en España, Alan D. Solomont, que siguió el acto desde un palco anejo al que ocupó el artista.
Leonard Cohen, un escritor que llegó a vender en 1968 y en sólo tres meses más de 200.000 ejemplares de sus «Selected Poems» (no lo olvidemos), llegó al Jovellanos pasadas las ocho de la tarde. Se despidió dos horas más tarde, después de saludar entre bambalinas a todos los participantes en el homenaje. El cantautor gijonés Nacho Vegas fue uno de ellos. Buen conocedor de la fecunda relación que Cohen mantiene con el autor de «Poeta en Nueva York», le hizo desde el escenario una aplaudida recomendación: «Tenga cuidado estos días porque igual estrecha la mano de alguno de los que asesinaron a Lorca». Nacho Vegas, que cantó acompañado por Mar Álvarez («Pauline en la Playa») y Montse Álvarez (de «Nosoträsh»), interpretó tres canciones, incluidas las versiones de «The song stranger» y «The partisan», esta última en asturiano.
El homenaje arrancó con la proyección de un fragmento de «Songs from the road», un vídeo de Lorca Cohen, hija del cantante. Músicos y colaboradores explican su relación con el creador de «Chelsea hotel». Dos de ellas, las «The Webb Sisters», dejaron ayer en las tablas del Jovellanos, junto al exquisito Javier Mas y su grupo, las huellas de algunas de las canciones del gran susurrador. Arrancaron, para felicidad del público, con «Dance me to the end of love», uno de esos temas que llevan el sello del canadiense. Otra de las gratas sorpresas del acto, organizado por la Fundación Príncipe de Asturias y el Jovellanos, fue la presencia de Isabel García Lorca, sobrina de Federico. Para ésta, Cohen se ha convertido en el mejor embajador del poeta español. «Take this waltz», versión del «Pequeño vals vienés» de Lorca, es una de las canciones que justifican una obra. El cantador Duquende conmovió con su «Nana del caballo grande», al igual que el irlandés Glen Hansard con su interpretación de «Famous blue raincoat», otro himno en el que no ha hecho mella el tiempo.
Todos los cantantes que pasaron por el escenario rindieron respeto colectivo a Cohen con «So long, Marianne», que una buena parte del público coreó y aplaudió. Andrés Amoros leyó textos y explicó la importancia literaria del autor de «Flores para Hitler»: «Habla de sí mismo y de todos nosotros». El Coro Joven de la Fundación Príncipe despidió con «Hallelujah».
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